A. Einstein
Tanto Calcuta, como el resto de la India, es una carrera de obstáculos. Hay que ir con los ojos bien abiertos para no pisar caca de vaca, flemas, basura rodeada de moscas, personas durmiendo, gente jugando a las cartas, bañándose o lavando la ropa. Todo va a mil kilómetros por hora, es una ciudad donde el que pestañea no sólo pierde, sino que corre el riesgo de ser atropellado por alguno de sus distintos medios de transporte. Pero no sólo hay que tener los ojos abiertos para esto, hay que abrirlos para ver más allá de la pantalla sucia que envuelve a la ciudad, hay que abrirlos para descubrir los encantos de la India, porque el que no los ve, es porque no quiso ver.
Instalada en Calcuta un día de descanso, me senté a tomar un té y a reflexionar sobre todo lo que había vivido estos más de dos meses en la India. Eran tantas cosas las que había aprendido, que las escribí en una servilleta para no olvidarme nunca de la suerte que tenemos algunos y el destino que les toca vivir a otros.
La realidad de las calles. Afuera de Kalighat |
Aprendí que no hay valor más importante que el de COMPARTIR. Dominique Lapierre, un escritor autor de varios libros de la India como ‘India Mon Amour’, ‘Esta noche la libertad’ o ‘La ciudad de la alegría’, cuenta en el prólogo de uno de sus libros que «En Bengala, una niña caminaba agotada por la calle con cara de no haber comido nada en todo el día. Ella le dirigió una sonrisa y lo saludó con la mano. Él hurgó en su bolsillo y encontró una galleta, se la dio y la niña se lo agradeció como si le hubiera puesto la luna en la mano. Ella retomó su camino y él la siguió con la mirada. Unos minutos más tarde, la niña se cruzó con un perro esquelético, partió la galleta en dos y le dio la mitad al animal»… precioso o no?
A pesar de ser parte del prólogo de un libro, esto no es ficción. Yo vi como la India nos enseñaba en cada esquina el verdadero significado de compartir. Como viejos muertos de frío compartían su pedazo de cartón y abrigo con perros de la calle para calentarse entre los dos. Como indios que no tienen nada van al pobre de al lado con un puñado de arroz. Como te ofrecen un chai en la calle a cambio de un par de palabras contigo.
No sólo comparten cosas materiales, comparten su tiempo, su energía y sus sonrisas. En Kalighat, donde van las mujeres moribundas, me llamó profundamente la atención como las viejitas se ayudaban entre ellas. Una le daba la comida en la boca a la de la cama de al lado. Metía sus manos al plato de arroz, lo amasaba y mezclaba con agua, hacía pelotitas con el engrudo y se las metía cuidadosamente en la boca, una por una con una paciencia infinita, mientras su propia comida se enfriaba a los pies de su cama.
En Nabo Jibon, cuando nos tocaba duchar a los niños, niñas de unos 4 años llegaban corriendo de la mano de su hermana de 2 y con el de pocos meses en brazos. La hermana mayor bañaba a los otros dos, los vestía, le hacía trenzas a una y le ponía colonia al otro. Aquí a los cuatro las niñas no visten a sus barbies, ni juegan con cocinitas de plástico; a los cuatro el juego es realidad, se buscan la vida en las calles y tratan de proteger siempre al más débil.
Me llama la atención como aquí comparten todo con todos, y a veces nosotros no somos capaces de compartir ni con nuestros propios amigos.
Aprendí que GOZAR debiera ser una obligación, porque el que no lo hace es porque no quiere y el que se hunde, es que no ha visto más allá de su nariz, porque aprendí que no se necesitan grandes cosas para disfrutar la vida.
Los domingos, los niños hacen colas para ducharse. Cuando llega su turno se les ilumina la cara de alegría, se sacan la ropa en un segundo y sus cuerpos flacos corren a tirarse un balde de agua gélida en la cabeza. Una y otra vez levantan el balde, que es más pesado que ellas mismas, y lo vacían con una sonrisa en su cara como si no hubiera nadie más a su alrededor. Salen tiritando, es invierno en Calcuta. Se ponen la ropa sucia que segundos atrás dejaron en el suelo y hacen la cola para que las peinen. Hasta las más enanas se echan talco en la cara como si fuera el maquillaje más caro del mundo. Salen con los dientes castañeando y los cuerpos entumecidos, pero son las niñas más felices del mundo sin lugar a dudas.
Darle un globo a un niño, pintarle las uñas a una viejita con tuberculosis, hacer reír a las Massis y sacarlas de la rutina, hablar con un mendigo de la calle y que te responda en un perfecto inglés con acento británico y que te cuente lo que fue él algún día y lo que es ahora, son cosas que estas personas no olvidan, cosas que hacen de sus días un poco más felices y que esas sonrisas sinceras son suficientes para saber que se puede gozar con poco.
Aprendí que existe la pobreza extrema, que hay gente que no tiene absolutamente nada, ni a nadie, pero no pierden la ilusión de vivir. Viejitos que cada mañana se bañan en la alcantarilla como si fueran a una audiencia real, pero que se pasan el resto del día en la calle viendo pasar las horas. Pobres que nos cuentan que no perderán nunca su dignidad y que por eso no mendigan. Algunos prenden fuego para cocinar chapati (pan de harina y agua) y calentarse un poco, pero nadie ha visto o probado nunca un tallarín: Le regalamos una caja de pasta, salsa de tomate y aceite a un hombre que dormía a los pies de la escalera de nuestra casa, no podía creer lo que veían sus ojos cuando le dimos la bolsa con comida. Al día siguiente, se acercó con un hombre que hablaba inglés para decirnos que su familia estaba muy agradecida, pero que no sabía cómo se cocinaba esa comida, porque los había freído y seguían duros…
Caminando, vimos un perro sin carne en varias parte de su cuerpo, con heridas totalmente abiertas con moscas pegadas, comiéndose un pedazo de carne con pelo negro, con toda la pinta de haber pertenecido a su espalda minutos atrás. Es muy crudo lo que se ve, pero hay que mirar para entender.
Hay que entender que las situaciones distintas, generan necesidades y comportamientos distintos. No hay que juzgar al de al lado por lo que hace o cómo lo hace, hay que estar en sus zapatos para saber que haríamos nosotros en su lugar. Ser TOLERANTES y sacar lo mejor de cada persona es clave. En Daya Dan, el hogar de niños discapacitados, había un cartel que decía: «no te fijes en mis discapacidades, fíjate en mis fortalezas».
No sólo aprendí de la gente local, aprendí de la gente de afuera. El COMPROMISO y la ENTREGA de los voluntarios que vienen de todo el mundo. Los que vienen por largas temporadas y los que vienen año tras año. Son jornadas duras, todos se intoxican más de una vez, pero todos siguen ahí. Las monjas que trabajan y hacen que esto sea posible y las «massis» que ayudan en cada centro todos los días de su vida. Hay gente buena en todos lados, basta con levantar una piedra para que salgan cien.
Aprendí que todos somos IGUALES. No importa de dónde vengamos, cuánto hayamos ganado, ni que apariencia hayamos tenido. No importa si hablamos hindi, bengalí, español o inglés. Todos vamos al mismo lugar, así que más vale irnos con el corazón lleno y la mente tranquila. En Kalighat, veía a las señoras cada una en su cama: vidas distintas, caras distintas, algunas solas, otras acompañadas, algunas con ojos tristes, otras ojos serenos, todas reunidas en el mismo lugar y sin poder cambiar nada del pasado. Es hoy cuando hay que hacer las cosas bien, no mañana.
Compartir, gozar la vida, entender, ser tolerantes, comprometidos, ayudar y vivir de la mejor manera, no son grandes lecciones, ni nada que no supiera antes de venir a este lugar, pero son cosas que no tenemos que olvidar que existen.
Un proverbio indio dice: Todo lo que no se da, se pierde…
Así que para no perder nada, demos todo lo que podamos.
Madre Teresa de Calcuta. Mujer ejemplo |
[…] con La ciudad de la Alegría o algunas reflexiones como «Olor a India» o «Lo que aprendí en Calcuta», estos son posts antiguos, de mi yo viajero de 24 años, pero que comparto cada palabra hasta el […]